martes, 28 de febrero de 2017

Temas polémicos: Gastronomía y Ocio.

Vamos a ver si logramos hacer una entrada de este borrador. Hoy anduve haciendo limpieza general y no se dan una idea la cantidad de huevadas que tengo escritas por la mitad. Uno diría que,  siendo capaz de barbotearlas para afuera todo el día, alguna entera me sale anotar. En fin.  

                    Mi familia y yo hemos renunciado a la vida en sociedad a cambio de una dieta basada en ajo, curry, y chimichurris varios. Y a mucha honra. Si no fuera por la cantidad de embutidos y otras yerbas lipídicas, seríamos el sueño de Favaloro. 
                   Claro que no sería posible renunciar íntegramente a la vida en sociedad. De algo hay que vivir. Es por eso y para evitar el repudio social que durante el año tomamos una serie de medidas drásticas. Por lo pronto y con algo de pena, de febrero a diciembre la proporción ajo/resto de los ingredientes se calcula lo más people friendly posible. Por lo no tan pronto y muy alegremente, nos encargamos de inyectar lo más ligero a los valientes que se animen a cruzar el umbral con una dosis de ajo picadito y girasol. Como para anestesiarlos.  
               Pero en enero -¡mes de gloria y libertad!- juntamos los petates, las ristras y el perro, y huimos para el sur. Ahí, cual familia de ocho abuelos de Heidi nos trepamos una montaña, nos atrincheramos y pasamos los días panza arriba, comiendo locro tras locro, cantando de lo lindo y leyendo los mismos veinte libros una y otra vez frente al fueguito. El mes entero.
                Esa es la versión idílica, en realidad. En la versión real, a mi familia el plan tanto no le copa. Primero porque lo de estar tirados panza arriba tanto rato no les va. Segundo porque alguna ensalada cada tanto hay que mechar. Tercero porque las malas lenguas me acusan de cantar a los gritos. Tampoco les va lo de la atrincherada, porque -calumnias y más calumnias- nos ponemos todos un poco intensos si estamos todos encerrados en un mismo lugar. 
                Es así como, no más de una semana después de haber llegado, ya empiezan a huir Dios sabe adónde. Una con el marido a Buenos Aires, la otra a visitar a la suegra, el otro a lo de unos amigos. Uno tras otro, los muy traidores abandonan su puesto junto al fueguito y se van a corretear una vida social. Allá ellos.
                El segundo elemento en este contraste de la versión idílica con la real, es que la Cata que llega al Sur no es la misma que ya estuvo en el Sur un tiempo. En fin. Retroceder nunca, rendirse jamás. Mientras mis hermanos saben decir "ya está bueno" e irse, yo sigo firme como rulo de estatua. Me pegaré el embole de la vida pero me lo pego en el sur, canejo. Tirada panza arriba, de locro en locro, cantando -ahora sí- a los gritos, y leyendo los libros afuera porque el fueguito lo prende Jo que me abandonó. ...Suena a reproche porque es. 
                 Qué se yo. En el fondo, yo también necesito volver a mi rutina. Una vez quitada de encima la mugre del año -porque no es cansancio, es mugre- y dormidas las horas que el cursar a la mañana roba, una se da cuenta que necesita cosas como un horario fijo, ver gente, y ohDiosmíoalgoquehacer!! Igual después llego a Buenos Aires y a la semana quiero salir corriendo. Es lo que hay. 
                 
               Me explayé demasiado en algo que no tenía ni la mitad de importancia que tiene el otro tema que quería traer a colación. Ahora no sé si anexarlo o empezar una entrada nueva, dejarla por la mitad, y publicarla probablemente en junio. 
                  Hm. 


viernes, 18 de noviembre de 2016

Salud y bienestar ocular.

Son dos las razones por las cuales me estoy fumando el cumpleaños de los chiquitos de al lado- incluidos el inflable, las piñatas y llantos en un nivel decibelístico que debiera ser ilegal. La primera es que, adentro de la casa, está muerta mi familia. La mitad por lo menos. La otra mitad está missing in action y no tiene pinta de estar volviéndose hasta que la cosa no aclare.
Les cuento cómo es la cosa. Los tres pseudo cadáveres que teóricamente son mis hermanos están tirados cuan largos son –que no es decir poco- en camas y sillones, desde hace varias horas. Temperatura corporal promedio: 40 ºC, remarcada por un suave matiz verde espárrago, con probabilidades de náuseas y vaya uno a saber qué mongolios más. Papá estaba muy parecido desde hace rato también. Voy a suponer que se siente mejor igual, siendo que tuvo fuerzas para agarrar el auto e irse a potrear por ahí. Cada uno lidia con los virus como mejor puede che.
(¿Eso es reggaeton?¡Los del cumpleaños están escuchando reggaeton!¿Cuántos años tienen?¡Volvé María Elena, te perdonamos!)
Al tener yo una cantidad inusitada de anticuerpos (ha de ser la falta de ejercicio) me agarró muy suavecita la peste. El sábado a la medianoche fue. Como a una Cenicienta cualquiera. De repente se me quebró la voz y sprench, afónica hasta el jueves. En seguidita me dio un escalofrío. Confesión: tengo, además de muchos anticuerpos, la mala costumbre de no llevar abrigo a ningún lado. Ya lo estoy tratando con un experto, tranqui. En fin, así anduve, de estornudo en estornudo hasta el miércoles.
La segunda razón por la cual estoy sentada afuera con Mayco sentado sobre mi falda haciéndome muy pero muy difícil el tipear es que hay sobre la mesita de la entrada una bolsa abierta de pepas. Gente enferma + azúcar adentro mío = caos, llanto y rechinar de dientes. No. Hoy, nada de pepas.
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Acabo de recibir una puteada. Al parecer, cuando los niños están enfermos, no hay que escaparse a escribir a una zona pepaygermen free. Hay que quedarse adentro, mimarlos y tomarles la fiebre.
…Mala mía.
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Estas circunstancias y el tiempo libre que genera el tener que estudiar para los finales me pusieron a pensar en la bendición que es vivir en estos tiempos de la medicina. Más allá de la malignidad de los microondas y lo cancerígeno del Ketchup, estamos viviendo una época increíble para la salud. Piénsenlo. Hace algunos siglos, una gripe así de fuerte habría volteado a más de uno. Gracias a Dios, ya no más. ¿No?
No. Minga.
Déjenme que les dé un poco de contexto. Acuérdense de que yo no soy de llevar mucho abrigo a ningún lado. Esto no es sólo porque soy un desbole, sino porque además porque paso realmente mucho pero mucho calor. Todo el tiempo. El verano es para mí –no voy a decir tortura porque es exagerar un poco y ya cubrí mi cuota mensual- fastidio supremo. Una calor…
Para contrarrestar un poco las temperaturas hago lo que todo el mundo. Ropa livianita, faldas cortas –mirada fulminante de papá- faldas no tan cortas, sandalias. Un poco más de calor, sale cortada de pelo. Un poco más, y fuera anteojos. Aunque no lo crean, dan calor los hijos de mil. Y ahí nomás empiezan todos mis disgustos. Porque el calor en Buenos Aires no sólo es un ascah, sino que además es indeciso.
El martes amanecí en lo de mi hermana. La noche anterior había tenido clases de teatro hasta bien entrada la noche (en mi vocabulario eso significa más tarde que las nueve) y esa mañana salía museo en el culis mundis con la facultad. Me desperté, me soné la nariz, armé diligentemente la mitad de la cama. Después ya me rendí. No funciono sin ver. Si no veo no escucho bien, contrario a lo que anden diciendo por ahí. No puedo pero ni pensar. Me puse el lente de contacto derecho y, con el ojo todavía abierto, miro para un lado, miro para el otro. Blink. Genial, fantástico, está puesto, sigamos. Lente izquierdo: bien grandes los ojos, boca abierta, un dedo apoyado sobre la ceja, el otro sobre el cachete, un último sobre la pupila. Miro para un lado, miro para el otr—Estornudo pantagruélico irrumpe en escena. Lente izquierdo was no more.
Ésta es la historia de cómo la versión light de ese virusucho casi me salva de rendir este diciembre, fletándome al juicio particular.
Créanme que traté. Pero a los diez minutos la cama, de manera muy poco cooperativa, decidió transformarse en Moby Dick, imposible de subyugar. Me tuve que sacar el lente derecho porque la diferencia era asesina. Así, ciega, tanteé buscando mis llaves, encontré el ascensor y me lancé al suicidio a la aventura. No quiero aburrirlos con mis cuentos de lo que fue encontrar los colectivos, ni de lo cerca que estuve en convertirme en figurita de colectivo, ni de cuán al ñudo fue la ida al museo. Decí que te dejaban pegar la nariz a las vitrinas. Más tarde ese mismo día, Mili me pasó a buscar por Tigre. Una cosa es ir al museo sin anteojos, llegar a Retiro sin anteojos, treparte al tren que va a Tigre sin anteojos. ¿Pero una vez en Tigre? Forgenchit. Hay demasiado río dando vueltas.
No encontré más el lente izquierdo. Se fue. Me abandonó. Me prometió el sol y  la luna y me los dio borrosos. Todavía lo lloro, algunas noches. Decí que en Tigre tenía más en la cajita. 


sábado, 18 de junio de 2016

Del azúcar y otras adicciones

En mi casa no comemos muchísima azúcar que digamos. Tratamos de reemplazarla con miel y mascabo, ese tipo de cosas. Porque lo procesado es vil y bla bla bla. Es un modo de vivir más sano, casi no me quedaron secuelas y soy una niña normal. El café lo tomo sin cortar y sin endulzar, canela nomás. 

Hoy festejamos el cumpleaños de mi prima. Mi tía repartió cupcakes para todos y todas, de todo tipo y color y tamaño. Para el que no sepa, el cupcake es la versión Rambo de la madalena criolla. No viene rellena adentro, pero tiene una concentración fatal de colorante, queso crema y azúcar impalpable encopetada arriba, que se queda pringada en tu nariz, en la pera, en los labios y muy probablemente en tu remera. Delicatessen. 

Comer cupcakes es un chino. No hay manera de encararlas que no derive en humillación y lavandina. Ya cuando las ves sentaditas en su bandeja, haciéndote ojitos y ordenadas por color, resuena en tu cabeza: Deshonor, deshonor sobre toda tu familia. Deshonrada tú, deshonrada tu va-ca...

Es por eso que muy sabiamente preferí una discreta torta de zanahorias y hacer de cuenta que no veía el arcoiris de diabetes que me sonreía desde el centro de mesa. Para qué. La torta de zanahorias tenía un relleno que no era crema, como todos asumimos, sino que era azúcar. AZÚCAR. Sin anestesia. Probablemente haya habido algo más ahí adentro, pero ya no importa. 

Más allá de cómo sea en casa, a mí me cuesta hablar con gente que no conozco. Especialmente cuando hay otras personas en el cuarto, prefiero sonreír desde la esquina, explicar qué es lo que estudio en un tono bajo, y quedarme callada el resto de la reunión. Hoy vino por primera vez la novia de mi tío y una prima de mamá que casi nunca vemos, o sea, día de discreción para mí. En fin.

Medio pedazo de torta después, tenía los ojos dilatados. Exagero, ni idea si estaban dilatados todavía. Pero cuando perdí la concentración que me protegía de la tentación de los colores (Ah! Colores!)  ahí sí, no respondo de ellos. Armé un desparramo. Un cupcake, dos cupcakes al hilo. No importó que fueran de los chiquitines. Todo me causaba gracia, todo era motivo de debate. Barboteaba ochenta palabras por segundo. Hablemos del clima sí, pero también de mis profesores que claramente no conocés y de tu madre y de cine y del perro que tuve cuando era chica pero que odiaba porque llenaba todo de baba y era medio gil. (Volvé Tweety, te queremos!)

¿Vieron cuando se dice que no hay que darle azúcar a los chicos, porque se pasan de vueltas y no hay quién los contenga? Era un chico. Había probado el azúcar y, estando bajo la supervisión de... de nadie porque teóricamente yo era adulta, había consumido un 270% más de lo que el cuerpo de una chica de mi edad puede procesar. Si hubiera estado en un ambiente más grande, habría corrido en círculos. En cambio gasté la energía extra hablando incluso más y más fuerte sobre más temas. Con la excusa de que se tenía que dormir, agarré la beba, la alcé, y la sacudí de arriba abajo, girando sobre mí misma en la cocina. Mientras tanto, cantaba a voz en cuello arias de ópera, temas de Brandi Carlile y algún que otro arrorró acelerado, sin ningún orden particular estipulado y violando todas absolutamente todas las leyes de la dignidad musical. 

Después de un rato, nos fuimos. Puse música y tardé un tiempo en darme cuenta que el estéreo no funcionaba y que estábamos escuchando del celular nomás, colectivo style. Me costó apagarla, porque cuando entré al auto me había autoenrrollado en mi poncho y me había sentado encima, haciendo todo movimiento imposible. Llegamos y no me acordaba cómo se usaba el secarropas. Había que apretar un botón nomás, al parecer. 

No quiero seguir aburriéndolos con detalles, pero ya se los imaginarán.  

Sí quiero poner énfasis en una moraleja. Madres, denle a sus hijos azúcar. No vale la pena sacrificar dignidad por salud. 

viernes, 3 de junio de 2016

Temas Recurrentes y Problemas de Irrigación

Perdón la tardanza. Pondría "tengo una vida de la cual ocuparme" como excusa, pero mi papá me enseñó que poner excusas y mentir son de mala educación. Y para los que protesten al final de esta entrada: Sí, soy una mujer un tanto agresiva. Tengo rachas. Entremedio prometo ser un amor y cocinar galletitas. No prometo compartirlas.

Probablemente, las mentes más brillantes de entre ustedes lo hayan deducido. A los que no, les cuento, absteniéndome de comentar sobre sus capacidades de observación. El tema recurrente de este blog es el tren, pero porque en el tren yo escribo. Mientras avanza, mi mano se acalambra, el cuaderno se descuajeringa, y mi lengua se seca de tenerla afuera al costado de la boca por el esfuerzo. Soy una dama. Es casi una hora que puedo dedicarme a luchar contra un pulso de porra, las siete capas de abrigo del día, los gritos de los vendedores ambulantes, y la locutora imperturbable esa bendita que me explica por vez nueve millones que la próxima estación, Victoria, conecta con el canal Diesel a Capilla del Señor. 

...Porque escribir es mi pasión, aparentemente. Los resultados del test vocacional no mienten, así que mi cerebro tendrá que llorar calladito y la mano ponerse a laburar nomás.

El proceso entre vagones es muy parecido al que vivo A Pedido del Público cuando algún zapallo me pide que escriba la novela esa. Sólo que en el vagón eventualmente media idea por lo menos se me cae. Y ahí viene el problema, pero antes tengo algo que decir al zapallo aquél, que bien sabe quién es: no se me cae una idea para escribir una entrada en un blog, te parece que puedo escribir una novela? Vergüenza te debería dar. 

Vuelvo.

El problema de escribir en un tren se puede explicar comparando. Pónganle que el cerebro es como una gran zona  por donde el agua circula. Hay gente que tiene un campito de lo más pulcro, regado a través de algún sistema que Dios sabrá cómo hicieron para instalarlo, pero que llega a todos lados con sus acequias de perfección por donde el agua fluye. Nunca se seca, nunca se atasca. Ordenadita y funcional, flor de irrigación. 

Después estamos los que, por alguna razón, tenemos dentro del mate un dique. Lo armó algún iluso que se creyó que así iba a juntar algún chorrito de algo. Ya no importa qué, agua, Fanta, vino, lo que venga. Me paso todo el día achicharrándome al otro lado del dique, al sol del desierto facultativo. Pero, cuando llego al tren, un corcho que hasta entonces no sabíamos que estaba se salta, y blerp. Toda el agua sobre el papel. Ochenta mil temas inundan el pobre lado deshidratado de mi cabeza, que se olvidó lo que el agua era y ya no tiene manera de absorberlo. La vuelca entonces como puede, en un desquicie de ojos muy abiertos y lenguas acalambradas. Son cincuenta minutos de tren que vuelan, y son quichimil retazos que tienen que ser hilvanados de manera relativamente coherente.

No hay manera de plasmarlos todos; no hay salvavidas que valga. A manotazo limpio nomás garabateo lo que se pueda, teniendo en cuenta el largo del trayecto y mi capacidad para concentrarme en un solo tema, que debe estar rondando el nivel mojarrita. Es una lucha entre no querer perder los detalles y no perder los otros chorrines que borbotean del agujerito ese. Porque poner sólo las ideas nunca funciona. Después llegás a tu casa y tus inscripciones tipo "cebra rusa color verde claro pisa un rascacielos con moño para atrás" no significan nada ya.

La cabra de la inspiración -porque algunos días negros, la inspiración es una cabra- te abandonó otra vez, y en el proceso se comió tu lápiz.

martes, 29 de marzo de 2016

OPERACIÓN: Zapatos

"No quitéis a la leona sus cachorros, ni alejéis a la osa de sus oseznos, ni a la petigordi de sus zapatos" Los Árboles Mueren de Pie, Beethoven, 1032.

NOTA: Mi madre y yo nos llevamos realmente muy bien. En serio. Y ella es buena, algunos dirían que demasiado. Menos cuando se convierte en Stalin. Aunque sea por mi propio bien, yo no apruebo sus métodos cuando se transforma en dictadores georgianos. 

Érase una tarde de paz y tranquilidad, de estudios de lengua nazi y sorbidas antihigiénicas de bebidas en calabaza, cuando de repente... entra mi madre. 

-"¿No notás algún cambio en este cuarto?"

A decir verdad, desde hace un mes y medio que mi cuarto era Kosovo. Desde que volví cruzando el charco, no lo ordené a fondo. Al contrario, los duendes que viven debajo de mi cama y entre las cortinas se las habían ingeniado para desparramar aún más cosas de las que deberían ser físicamente posibles. Porque soy una mujer adulta que ha madurado y tomado las riendas de su vida. Claramente. 

Así que sí. Sí había notado un cambio. Se veía el piso, por lo pronto. (Oohhh, que marrón más bello!) Por lo no tan pronto, había visto una bolsa en la entrada desde la que se asomaban cosas mías. Cajas, por lo que alcancé a vislumbrar.  (Cuando se lee "entrada", entiéndase "la puerta del costado", porque esta mujer madura, dueña de riendas, no lleva llave de su domicilio en su mochila. La manzana muy lejos del árbol no cae.)

Fue así cómo no me preocupé demasiado. Esas cajas hacía falta tirarlas, y mi madre nunca jamás cumpliría su amenaza de tirar todo a la bosta si no ordenaba. Todo eran risas y juegos hasta que Stalin, quien hasta entonces se había mantenido de incógnito, me avisó que se había llevado también mis zapatos, los que estaban afuera del ropero. Ah, el ropero. Esa cárcel nefasta y obsoleta que impide que los zapatos sean libres de caer y dormitar donde les plazca. 

Si alguna vez pensaron, o me oyeron decir a mí, que yo era una mujer equilibrada sin apego a lo material... Les diría que muchas gracias. Y después me reiría como la loca desquiciada que soy, mientras me aferro desesperadamente a un montón informe de cosas inservibles y chatitas aplastadas. 

Déjenme que les dé un poquito de información explicativa que probablemente no quieran. Cuando una tiene la tendencia y mala costumbre de subir y bajar de peso de la manera más drástica e insalubre, los zapatos son puerto seguro. Son la luz que ilumina el día, más allá del sol. No importa cuán estirados estén tus suéters ni cuánto te parezcas a un leberwurst en esos pantalones, tus zapatos siempre te van a entrar. 

No, no necesito un psicólogo. Ya fui y no me cayó bien. ¿Porqué preguntan? ¿Y porqué están contra la esquina con esa cara de susto? ¿A quién llaman con esa urgencia che? Qué número corto el que marcaron...

Con febril desesperación, entonces, marché al cuarto de mi madre y demandé mis zapatos sean devueltos. No hubo caso. La mujer que me dió a luz seguía en Stalin mode. Me pidió que me fuera, riéndose con jolgorio, porque le estaba llenando el cuarto de malas vibras y ella estaba ocupada haciendo otra cosa. Probablemente rellenando el formulario para que la acepten en Las Brujas Anónimas de Salem, pensé con resentimiento. Pero tiempos desesperados requieren medidas desesperadas. Con paso resuelto me acerqué a su cama y le inyecté, con dos dedos, todas pero todas mis malas vibras. Porque soy una mujer equilibrada y madura, claro está. Son los frutos de una educación liberal.

Ya no tan gozosa, me dijo me me fuera a mi cuarto y escriba las razones por las cuales ella se dignaría a devolverle a su hija, que resultó ser Gollum, sus preciosos. Todavía estoy pensando la lista políticamente correcta que escribiría una mujer madura que sujeta las riendas de su vida. Mientras tanto, me escondí con los duendes de la cortina, hice un nudo marinero con las riendas, y escribí esta.

RAZONES POR LAS CUALES ME DEBERÍAS DEVOLVER MIS ZAPATOS:

  • Te llevaste uno solo de cada par. A ver, a Cáritas no le sirve uno de cada. Y yo el otro no te lo voy a dar. Entonces... Protejamos tu fama en el centro de Acción Social y olvidemos este incidente. Win-win.
  • Te llevaste mis dos zapatos verdes. Uno de cada, recalquemos. Si no me los devolvés voy a tener que usar mis otros zapatos verdes, que son oh casualidad, botas de goma. Pasado algún tiempo, voy a tener un olor a pata insoportable. Nadie me va a querer ni me va a contratar, por lo cual voy a vivir siempre en casa. Nadie te va a visitar, porque tu casa hediría. Vamos a ser dos amargadas viviendo solas en casa, con nuestra relación madre-hija quebrantada por un par de zapatos. Zapatos distintos, encima. 
  • Además te llevaste mi zapatilla de deporte. Una. O me la devolvés o no paso por la puerta de lo gorda que me voy a poner. Voy a pasarme el día cocinando. Las cosas van a tener gusto a pie, por lo que tampoco vas a poder comer. Yo sí, porque voy a estar anestesiada. Va a ser un círculo vicioso. La única salida radica en que  me devuelvas los zapatos.
  • Te llevaste además una funda colorada. Ahí estaban mis anteojos. "Gorda ciega con olor a pata destruye su hogar" no es una buena tapa de diario. Pero podría pasar, mujer, podría pasar. 
  • Prometo que me corrijo de mis malas costumbres y dejo de lado el lenguaje soez. Puedo empezar a decir "Oh, heces ligeras de cascos trasladadas en embarcación". O puedo no decir nada. Y lo puedo decir en castellano.
  • Voy a ir a la noche a inyectarte todas mis malas vibras en la almohada. Te las voy a inyectar en alemán, y te vas a despertar con la cabeza hecha una tortilla. Retroceder nunca, rendirse jamás.
  • Quiero mis zapatos.
Quiero agregar que, en el fondo, ella tiene razón. El que avisa no traiciona. Pero mi ira no atiende a razones, ni a fondos, ni a avisos. Por lo menos los primeros veinte minutos. Ya se me pasará.

lunes, 28 de marzo de 2016

El tango de un pobre diablo

Unos cuantos de ustedes sabrán por experiencia propia lo que ya les conté. En el tren hay una serie de personajes desprovistos de autor que los haga dialogar. Ellos toman, nomás, el vagón por escenario y algún cantito por guión. Con el tiempo, uno llega a ubicar -decir conocer sería un poco pretencioso- a estas personas. Registra, guarda y, porqué no, cataloga sus gestos, sus reacciones. Les toma también un poco de cariño. Si uno tiene mucho tiempo libre y poco sentido de la privacidad (mea culpa) intenta imaginar cómo son sus vidas cuando se bajan en la estación y rumbean para sus casas. No ahondemos mucho más. La cuestión es que termina uno tienéndolos bastante incorporados, y le resulta fácil identificar a alguien nuevo en sus horarios.

Hoy al mediodía, mientras sin ver miraba ensimismada las canas del de adelante (nos pasa a todos), escuché un tarareo de una voz que no conocía. Busco. Junto a la puerta está parado el que vende resaltadores. ¿Habrá pirado y cambiado de oficio entre estación y estación? Pero no, él no es. El cantante pasa al lado mío, empuñando un bastón blanco y arrastrando un poquito los pies. Está vestido de negro y lleva una gorra encasquetada hasta las pestañas. Va cantando bajito, con la mano extendida hacia adelante, pronta a recibir una moneda. 

Me quedo mirándolo. El viejito ciego que canta suele ser otro. Como soy de los que no tienen sentido de la privacidad y sí tiempo, trato de adivinar de dónde viene, cómo llegó, cuántas estaciones viajará con nosotros. 

De repente, lo impensable. 

El señor de los resaltadores lo palmea en la espalda cuando llega a su altura y lo saluda. 

-"Satanás"- estupor general -"¿cómo está, Satanás?"

La lógica me grita que es un apodo. Inoportuno y hasta un poco cruel, pero apodo al fin. A lo sumo, algún nombre puesto, Dios quiera, sin pensar. 
La curiosidad poco práctica se pregunta una serie de cosas. ¿Qué pensó el que lo recibió en el registro civil? ¿Estará pidiendo en el tren porque lo desheredaron los padres, porque se quería cambiar el nombre a Miguel? ¿Qué si alguna vez es nuestro presidente y hay que presentar en las Naciones Unidas al Presidente de la República, el Dr. Satanás? ¿Cómo le decían los amigos cuando era chico? Si la chica que le gustaba le preguntaba el nombre, ¿se lo decía así nomás, sin anestesia? Y si la relación prosperaba, ¿no dudaría la chica cuando le pregunten si toma a Satanás por esposo? ¿Cómo le cantaban el feliz cumpleaños? Si la pidiera, ¿le darían una visa para entrar en Estados Unidos, o se la negarían por temor a un ataque terrorista de tipo metafísico? Se imaginarán los que me conocen la cantidad de preguntas irrelevantes que se me cruzaron por el mate. Los que no, les cuento: muchas.  

Pero esas preguntas son para mañana, porque hoy predomina mi ingenuidad. Y hoy, Lunes de Pascua, decido que, después de ese Triunfo sobre la Muerte, Satanás se quedó sin laburo, y está cantando tangos en la Línea Mitre para costear su derrota. 

lunes, 21 de marzo de 2016

Las tres contorsiones: el transporte público

En mi caso, es el subte. Los martes, el tren. En el tuyo, quizás ninguno, una combinación de los dos, o algún licuado de colectivo. (Casi) todos -y todas- tenemos esta relación diaria de amor/odio con el transporte público y sus tres contorsiones.

---Primer contorsión, a nivel físico.

Entrar suele ser todo un desafío. Segundos antes de que se abran las puertas, ya se siente, se palpa la tensión. Te sorprendés a vos mismo buscando al más débil para entrar antes. La viejita, el chiquito de primaria, la de las muchas bolsas... Pará, pará. Civilización y barbarie; teóricamente pertenecemos a la primera, no? ...No? Suena el pitido, interrumpiendo la lucha entre el instinto y lo que fuera que te impide sucumbir a tus arranques psicóticos. Se bajan los pasajeros. A la voz de aura nos subimos a los ponchazos, pero civilmente por favor. A no darle razones al padre del aula para que nos tache a todos de gauchos brutos y nos haga regar la tierra. Es hora pico, no hay más lugar, argumentarían algunos. Los que sucumbieron (imos) al brote psicótico responderían con una risa febril. Lo hay, lo hay. Caderazo va, empujoncito viene; de repente somos todos amigos cariñosos y contorsionistas. El brazo ahí, la pierna un poco más allá, la cara en la nuca de algún señor con mucho calor. Y si te arrepentiste, y querés esperar al próximo, pues... pues qué pena. Ya arrancamos, así que tendrás que ir así nomás, con el centro de gravedad en dudosa correlación con tus dimensiones. Arranca. Usás músculos que no sabías que tenías para contrarrestar los suaves, suavísimos vaivenes de la lata donde te ensardinaron. Te agarrarías de algo, pero eso no es un privilegio concedido a las sardinas. No a las del medio, por lo menos. 

---Segunda contorsión, a nivel espiritual.

Si, ya sé. Lo intelectual debería venir antes. Pero los cánones de la filosofía no se aplican a tu estado de sardina en blazer.

Una vez que por lo menos uno de tus pies halló una estabilidad relativa, se te empieza a estrunjuñar el alma. Ya los habías visto antes de subirte, pero estabas demasiado ocupado controlando tu brote psicótico como para realmente fijarte en ellos. Son la madre con los tres bebes que piden pañales, el hombre con la pierna infectada que no tiene trabajo, la viejita ciega que te canta para pagar sus remedios. Quizás las historias que cuentan no son verdad. No estás en posición de juzgarlos. Tampoco estás en posición de buscar la billetera en la mochila, la verdad que está imposible. Y si no lo fuera, no podés darle algo a todos. Son demasiados. A lo mejor, una oración por ellos, por sus familias. pero no siempre nos acordamos...

---Tercera contorsión, a nivel intelectual. 

En un esfuerzo sobrehumano por darle un fin más útil a ese tiempo que pasás en tercera posición de ballet, te llevás los apuntes de la clase, algún libro, el diario. O la mente en blanco. Lo que fuera, se te complicó el minuto en el que se subió el viajero del pasado. El pobre nunca conoció los auriculares. No pudiendo sobrevivir un minuto sin algo que le ocupe las ondas sonoras, nos aplica a todos lo que sea que le guste escuchar. No suele ser Beethoven. Te arrepentís de haberle dado esos pesos al último estrujador de almas que pasó, en una de esas le habrías comprado al señor este unos auriculares de esos que te están vendiendo a voz en cuello por veinte, treinta pesos, vean qué calidad señores. Omm... Volvamos al texto, volvamos al texto... Pasado un rato te resignás. Después de todo, procesar cualquier cosa al mismo tiempo que un solo tambor siempre se hizo cuesta arriba. Ni te cuento si no es un solo tambor, sino toda la murga. Dejás el cuaderno -o, si sos una sardina testaruda, dejás a Kant o a Aquino- y te concentrás en la gente. Tratás de adivinar de dónde vienen, a dónde van. El señor ese seguro seguro trabaja en un banco. Ese de allá tiene pinta de abogado. Ella debe estar estudiando... psicología? Uy, che. La viejita de al lado, la misma que al principio casi fue víctima de tu tan temido brote, no tiene lugar para sentarse. El reservado a jubilados lo ocupa el de la murga ambulante, o alguna que no tiene tiempo para mirar para arriba, porque claramente hay que mirar el celular y sólo el celular. Los dos miran para abajo o se hacen los dormidos- bah, quizás duermen de verdad; la tercera posición nunca fue una desde la cual uno puede juzgar- cuando la señora amaga a sugerir un cambio de lugar. 

Pero ya casi estamos. La próxima es la tuya y te tenés que apurar a llegar cerca de la puerta, porque es una historia más o menos parecida al salir.      

2016